El ser humano es reflexivo, ante todo y frente a toda posibilidad que se le presente debe ser reflexivo, siempre teniendo como punto de referencia su propio egoísmo y necesidad. Resulta un poco cómico encontrarnos día con día con la obsesión natural de la supresión, el intentar constantemente evitar la reflexión como inicio del hombre para dar paso al bien común como fin único. Cambiar el principio por el fin convoca al hombre al sofisma inusitado que nos presenta, ante nosotros mismos, como eslabones naturales de una especie comunal, donde cada uno debe poner su bien particular al servicio de los demás. Sin embargo, podemos observar el fracaso de la teoría del bien común cada vez que el bien individual se manifiesta como la verdadera naturaleza humana. La filosofía ha atacado constantemente estas diversificaciones del ser humano, siempre desde la altivez antes mencionada, casi ningún filosofo importante se ha atrevido a la posibilidad del abandono, al significado que tiene el acto único de pensar frente a la posiblidad, francamente estúpida, de la generalización.
Por esta razón debemos replantearnos el individualismo como una circunstancia relativa, atada firmemente a la variabilidad del pensamiento y acto humano. Decidir dar este paso puede abrir distintas puertas para la reflexión humana, que tanta falta nos hace, y acabar finalmente con los movimientos sigilosos con los que la contención se enfrente a la total apertura humana. Es pertinente mencionar que abarcar un tema como el individualismo en un reflexión es en sí un sofisma, el individualismo no puede ser replanteado ni concretado por ningún silogismo intelectual o social, pues sería ese mismo silogismo el que acabaría con la validez que tiene el acto de ser uno por si mismo. Lejos de las similitudes, anclas obsesivas del psicólogo, tenemos frente a nosotros la posibilidad de reencontrarnos con el pensamiento unitario, objeto del que hemos huído despavoridamente desde la aparición de los medios masivos de comunicación. En este punto preciso, debemos reconocer actualmente que la comunicación se ha concluído a si misma dentro del campo positivista que significa comunicarse, dejando de lado la funcionalidad del acto mismo para dar paso a la sobrevaloración de la información por encima del sentido.
En esta sobrevaloración radica el ocaso inminente del uno, aunque paradójicamente nos presenta la oportunidad más clara para un rescate, pues al enfrentarnos constantemente con la saturación global, podemos encontar un espacio solitario enre la muchedumbre para preguntarnos ¿qué somos ahora, de lo que fuimos? Es en la pregunta misma donde está la validéz de la respuesta. Obsesionarnos con la posiblidad de no reconocernos en la respuesta del otro debe ser la fortaleza que indique que nuestras pesquisas internas son satisfactorias, alejándonos constantemente de la explicación total que nos ofrece el estudio de la psique y otros artefactos oxidados. El uno debe mantenerse por si mismo a flote frente a las infinitas posibilidades de subyugarnos ante el todo, donde encontraremos respuestas menos conflictivas pero también menos importantes. El arte actual también ha sucumbido ante la seductora idea del todo, el cosmopolita se ha levantado entre nosotros como el ciudadano ejemplar de una ciudad muda y estúpida, dejando a un lado al reflexivo solitario que desdeña la explicación que tiene a la mano para internarse en la búsqueda tortuosa de la verdad, tan verdad como pueda ser el encontrarse con uno mismo, hacía adentro y nunca más hacía el espejo.
Poniendo frente a frente al derrotado con el cosmopolita, podemos encontar en sus distintas vertientes, la riqueza infinita que nos presenta el arte como espada filosa que rebana el pesado aire con el que se satura la información actual. La división de la información solo representaría, en sí misma, el acto individual que se ha corrompido para dar paso a la manifestación global que necesitan aquellos que han negado la reflexión para dar lugar al complejo, entendiendo el complejo como la única manifestación genuina que presenta el espíritu ante la humanización global a la que nos vemos expuestos a cada paso que damos. El mundo moderno no busca revocar la soledad y la tristeza, busca convencernos de su inexistencia, de su liviandad y fragilidad, donde el hombre deja de pensar para comenzar con un aprendizaje que lo único que busca presentar es el no ser humano.