Ítaca a lo lejos,
Ítaca como un objeto que duerme tranquilo en tu mesa de noche,
La paulatina mordacidad con que las hojas se esparcen en el piso
Un mapa que se descubre ante tus ojos y, en la interpelación del tiempo,
Tus dedos se llenan de tierra mientras acumulan fragmentos organizados.
¿Tiene sentido el cajón donde reposas tus temores?
Conforme el viaje se acelera, tu pulso determina centímetro a centímetro
El trazo de la barriga de tu barco, como si de eso se tratara todo,
Como si pudieras volver a casa y encontrar el buzón con el nombre de tu padre,
La espalda lacerada y el trópico inundando tu laringe,
Toses, toses, expectas el pecho a lo largo de una vereda que se tiende como río
Que ocupa en tu cabeza el lugar de un océano que satisface el vaso que pones antes de dormir.
Pequeño John, eres un viejo que muere a todas horas, entre todos sus recuerdos,
Eres una hojarasca de piel remozada sobre piel calcinada, sobre piel.
Ítaca se ha convertido en un suburbio de casas iguales,
De muertes iguales, cilindros que adormecen los sillones.
¿Qué hace tu cuchillo flotando sobre la el macramé de tu buró, John?
Como un faro de luz que se levanta en medio de la selva,
Tu brazo alcanza todas las noches la cruz de acero que te sirve de sombrero
Y rezas, como te enseñaron los mongoles que adormecías eternamente en tu viaje,
Nunca hubo Penélope en tu alcoba John, por eso las brisas te parecen humaredas
Fingidas de un hidrógeno fulgor, casa como muerde casa al perro que se larga,
Nadie dijo que Ítaca sería un lugar tan aburrido, tan absuelto,
Tan repleto de ministros y fanáticos de ese dios que huye cuando la primera flecha
Se atraganta en el murmullo de un niño que cruzaba la franja de tierra equivocada.
Estás ciego, tan ciego como se puede estar cuando la luz se te confunde por mañanas
En que anhelas que amaneces a la puesta del sol, con tus brazos ardiendo como mazos terribles,
Como muérdagos que penden de un hilo ante los dedos de otra Dafne.
De eso se trata todo, de volver un día y narrarse a lo largo de los barrotes que promulgan las ventanas,
De los negros que avecinan las tormentas con sus cantos inasibles, morirías si los sigues John, bien lo sabes.
Y ahí, la mesa de noche es el último buque de guerra a tu alcance,
Sus rieles que permiten que abras y cierres un ciclo de ligamentos donde guardas las postales,
Donde guardas las estrellas que te dieron por repartir la muerte en dosis moderadas.
Tú, asesino, soldado, hermano, hijo, nunca amante,
Te irás muriendo como todos los cadáveres que vuelven a Ítaca
Convencidos de estar llegando a casa.
Ítaca como un objeto que duerme tranquilo en tu mesa de noche,
La paulatina mordacidad con que las hojas se esparcen en el piso
Un mapa que se descubre ante tus ojos y, en la interpelación del tiempo,
Tus dedos se llenan de tierra mientras acumulan fragmentos organizados.
¿Tiene sentido el cajón donde reposas tus temores?
Conforme el viaje se acelera, tu pulso determina centímetro a centímetro
El trazo de la barriga de tu barco, como si de eso se tratara todo,
Como si pudieras volver a casa y encontrar el buzón con el nombre de tu padre,
La espalda lacerada y el trópico inundando tu laringe,
Toses, toses, expectas el pecho a lo largo de una vereda que se tiende como río
Que ocupa en tu cabeza el lugar de un océano que satisface el vaso que pones antes de dormir.
Pequeño John, eres un viejo que muere a todas horas, entre todos sus recuerdos,
Eres una hojarasca de piel remozada sobre piel calcinada, sobre piel.
Ítaca se ha convertido en un suburbio de casas iguales,
De muertes iguales, cilindros que adormecen los sillones.
¿Qué hace tu cuchillo flotando sobre la el macramé de tu buró, John?
Como un faro de luz que se levanta en medio de la selva,
Tu brazo alcanza todas las noches la cruz de acero que te sirve de sombrero
Y rezas, como te enseñaron los mongoles que adormecías eternamente en tu viaje,
Nunca hubo Penélope en tu alcoba John, por eso las brisas te parecen humaredas
Fingidas de un hidrógeno fulgor, casa como muerde casa al perro que se larga,
Nadie dijo que Ítaca sería un lugar tan aburrido, tan absuelto,
Tan repleto de ministros y fanáticos de ese dios que huye cuando la primera flecha
Se atraganta en el murmullo de un niño que cruzaba la franja de tierra equivocada.
Estás ciego, tan ciego como se puede estar cuando la luz se te confunde por mañanas
En que anhelas que amaneces a la puesta del sol, con tus brazos ardiendo como mazos terribles,
Como muérdagos que penden de un hilo ante los dedos de otra Dafne.
De eso se trata todo, de volver un día y narrarse a lo largo de los barrotes que promulgan las ventanas,
De los negros que avecinan las tormentas con sus cantos inasibles, morirías si los sigues John, bien lo sabes.
Y ahí, la mesa de noche es el último buque de guerra a tu alcance,
Sus rieles que permiten que abras y cierres un ciclo de ligamentos donde guardas las postales,
Donde guardas las estrellas que te dieron por repartir la muerte en dosis moderadas.
Tú, asesino, soldado, hermano, hijo, nunca amante,
Te irás muriendo como todos los cadáveres que vuelven a Ítaca
Convencidos de estar llegando a casa.